Bruno Ernst, físico y biógrafo de Maurits Cornelis Escher, el gran litógrafo, creador de mundos imaginarios, ha comentado en alguna ocasión en círculos informales, la honda impresión que le produjo al artista visitar isla Frondosa, allá por el verano de 1940.
Nada más descender del viejo ferry que conecta la isla con el continente, una comitiva de artistas isleños del más alto nivel, encabezados por el gran Hugo Manzi, lo agasajó con todo tipo de guirnaldas, flores, baratijas, estampitas, y un gran cesto ornamental con diferentes especies de cactus autóctonos, realizado por artesanas locales. Algo abrumado por el caluroso recibimiento y el mareo acumulado durante el trayecto, Escher se desmayó sobre los cactus. Esa fue su primera impresión.
La visita, que en un principio estaba previsto que durara dos días, finalmente se tuvo que alargar seis semanas, hasta que lograron despegarle el último cactus. Durante ese tiempo trabó amistad con Hugo Manzi, polifacético cultivador de innumerables disciplinas, y llegó a admirar su obra. Aficionado al dibujo, pero de escasos conocimientos técnicos, Manzi le mostró los bocetos de escaleras imposibles que había estado desarrollando. Escher quedó fascinado desde el primer instante por ellas, y el extraño efecto óptico que parecía hacerlas subir y bajar eternamente. Esa fue su segunda impresión. Manzi replicó que no sabía de qué le estaba hablando. Por aquel entonces padecía un incipiente astigmatismo. Escher le explicó que veía en estos bocetos una nueva forma de tratar el espacio y rasgos de genialidad. Y le insistía en que los pasara del papel a la realidad tridimensional. Cegado por los halagos y la insistencia de Escher, Manzi se puso manos a la obra. Fueron días frenéticos. Trabajó en su construcción sin descanso con el total apoyo del Claustro de Catedráticos de la Universidad Tecnológica Central de Frondosa (CC-UTCF), el soporte de ingenieros del Colegio de Ingeniería Civil (CGI), el entusiasmo del gremio de ebanistas (GE) y un oftalmólogo (O). Fue un proceso no exento de polémicas ya que los catedráticos no veían en los bocetos la misma genialidad que veía Escher, por el contrario, creían que revelaba la profunda ignorancia de Manzi para el diseño, incluso de unas simples escaleras. Y renegaban de la utilidad práctica del proyecto. Los ingenieros, por su parte, hicieron un comunicado recordando el conocido aforismo del eminente físico de Ulm, Albert Einstein, «la diferencia entre la estupidez y la genialidad es que la genialidad tiene sus límites». En lo que fue interpretado por Manzi como una sutil manera de desmarcarse del proyecto. En otros tiempos, quizás más honorables contestó Manzi, esta manera de insultar, de zaherir, de dejar caer que no tengo límites supondría un duelo de honor, un juicio por combate, como el de Paris y Menelao o el de Héctor y Aquiles. El colegio de ingenieros se vio obligado a precisar que no conocían a esos caballeros, pero que, en cualquier caso, no querían hacer énfasis exactamente en la ausencia de límites sino en la estupidez. El gremio de ebanistas, muy entusiastas desde el inicio, aunque en franco retroceso desde las historias surgidas en torno a la figura de Elena Síseri, recomendó vivamente el metal para su realización. El oftalmólogo, por su parte, sugirió que el astigmatismo igual no era tan incipiente y recomendaba operar de inmediato. Manzi no hizo caso. Escher ya le había advertido que la genialidad viene acompañada no pocas veces de incomprensión y perplejidad. Vincent van Gogh solo vendió un cuadro en vida, «El viñedo rojo en Arlés» por 400 francos. Escher sabía bien que la genialidad que se adelanta a su tiempo no paga hipotecas. Ejemplos no faltan. Piazzolla, fue recibido con gritos y monedazos cuando presentó «Balada para un loco» en el Luna Park. Tesla fue tratado como un demente, Cezánne, Kafka, Wilde, Dickinson, Gauguin, que triunfó más como agente de bolsa que en la pintura. Johannes Vermeer que, a pesar de gozar de cierto prestigio, tuvo que trabajar como marchante de arte para poder comer, y vio olvidada su joven de la perla tras su muerte.
Envalentonado, llevado en volandas por el fácil verbo de Escher, trabajó en solitario, día y noche con sus propias manos, en su diseño más arriesgado, unas escaleras con figuras que subían y bajaban en la misma dirección, con tres puntos de fuga externos, formando un perfecto triángulo equilátero, que unía tres mundos distintos, ¡con tres fuerzas de gravedad!, al que Escher sugirió llamar, acertadamente, «Relatividad». Exhausto, una vez concluido el fruto del febril trabajo de aquellos días, Manzi aceptó ser operado de la vista.
La inauguración reunió a lo más granado de la sociedad frondesa: Berreti y sus berretinas; estrellas del deporte como el propio Monti, apodado el gato; el inspector Mcloid, o el mismo Hermann Gündel, el inclasificable anamorfista. Globos gigantes y banderines, farolillos, serpentinas y un escaso catering para la multitud que se agolpaba. Dos telones se descubrieron a la vez, uno el que tapaba su obra; otro la venda que cubría los ojos de Manzi tras la operación. Lo que sigue fue confuso, ¡bravos, hurras!, aplausos y vítores, ¡loor a la nueva Capilla Sixtina! Escher lloraba de alegría. Se dice que la obra era tan hermosa que hubo mareos entre el público y Graziella Magherini, la insigne psiquiatra, se basaría en el relato de aquellos instantes para escribir su célebre «La sindrome di Stendhal. Il malessere del viaggiatore di fronte alla grandezza dell’arte». Pero Manzi, que había recuperado la vista, horrorizado con su creación, se lanzó sobre ella con intención de destruirla, al grito de «¡¡pero qué coj…, qué locura es esta!!». Claramente había una profunda disonancia entre lo que tenía en mente durante el proceso creativo y su percepción del resultado final, tras la operación. Manzi se caló la chistera, y se encaramó con la agilidad de un lince a los primeros escalones para perplejidad de los asistentes. El propio Escher tuvo que perseguirlo en un desesperado intento de evitar la destrucción de aquella maravilla. Forcejearon. Y Manzi escapó escaleras arriba. La persecución duró varias horas, dadas las características de la obra. Escher no llegó a salir. O, al menos, eso se creyó durante un tiempo. Luego se supo que aprovechó uno de los puntos de fuga, y las escaleras lo dejaron a las afueras de Apeldoorn, ya en el continente, no lejos de su localidad natal en Leeuwarden. Tuvo suerte. Esa fue su tercera impresión. La historia de lo que vino después, del destino de aquella Capilla Sixtina Frondesa, daría para otra historia en sí misma, que quizá sea contada algún día. O quizás, no.
En cualquier caso, Escher al abandonar la isla pudo recrear las ideas de Manzi con cierto éxito. No le fue mal. El propio Einstein reconoció que, al ver los bocetos reproducidos por Escher de la obra de Manzi, «Relatividad», le sirvieron de inspiración sobre ciertas teorías en las que estaba enredado. Sin embargo, Escher nunca fue capaz de plasmarlos en tres dimensiones como sí había logrado Manzi (y también lo haría, años después, una conocida tienda escandinava de muebles, en los interminables pasillos, atajos y pasadizos de sus almacenes, que tanto entretienen a sus clientes).
Miranda Flores Castillo apunta que el tema de la genialidad adelantada a su tiempo no es un tema resuelto, ni mucho menos; cada generación debe enfrentarlo. Y es inquietante en sí mismo. Es fácil, hoy día, lamentar la suerte de tantos y tantos autores, pioneros, artistas, rechazados por su época, realmente, qué injusto se fue con ellos, pero ponte tú ahora a escuchar un disco de Alex Ubago. Esa es la parte inquietante, pensar que quizás las generaciones del futuro puedan ver lo que nosotros no fuimos capaces, y hacer que el mayoritario consenso actual hacia determinados botarates pase a la historia como una injustificable equivocación.